Si alguien nos pregunta por nuestra identidad personal, ¿quién eres?, lo más común es responder mencionando el nombre y, dependiendo del contexto, indicando un número de identificación, hacemos referencia a la profesión u oficio que desempeñamos, a nuestra familia o lugar de origen o, incluso, a la religión que profesamos o al equipo de fútbol que seguimos.
Pero, ¿eso es lo que somos? ¿Está nuestra identidad personal compuesta por un nombre (elegido por otros), un número establecido por las autoridades, una profesión (que decidimos, si acaso, en un tiempo lejano de nuestra adolescencia), un lugar (azaroso) de nacimiento, unas creencias recibidas por la cultura de pertenencia, así sea nuestro dios Cristo o Cristiano Ronaldo?
¿Hay algo en ti permanente, sólido, una esencia que te define más allá de cualquier contingencia? ¿Quién eres?
Si tu madre biológica te hubiese entregado al nacer, si te llamaras de otra forma y hubieses crecido en otras tierras, ¿seguirías siendo tú, diferente de quien eres ahora, pero, de algún modo, la misma persona?
La etimología de la palabra persona nos da una pista. En latín (persōna) y en griego (prósōpon), significan máscara de actor. Ser persona es llevar una máscara. Una máscara construida en parte por nosotros y en parte por los otros. Solo así, llevando una máscara (o varias) es posible atravesar el baile de la vida.
La identidad personal es una construcción
Desde el punto de vista de la epistemología, o de cómo llegamos los seres humanos a conocer lo que conocemos, la perspectiva constructivista defiende, siguiendo al filósofo Inmanuel Kant, que no tenemos acceso a un conocimiento directo, objetivo, de la realidad: todo conocimiento es una construcción. Incluso, la física abandonó hace décadas la posibilidad de un conocimiento objetivo del mundo. Escribe Stephen Hawking (El universo es una cáscara de nuez, 2001):
“Desde la perspectiva positivista no podemos determinar qué es real. Todo lo que podemos hacer es hallar qué modelos matemáticos describen el universo en que vivimos”.
En este sentido, la propia identidad personal es una construcción, y, si existe algo parecido a una esencia individual, somos incapaces de conocerla de manera objetiva. El conocimiento de sí mismo en tan sesgado como cualquier otro conocimiento, o más, pues tiene la dificultad añadida de que el objeto de estudio es el propio sujeto que se pregunta por sí mismo. Solo Dios tiene clara su identidad personal. Dijo Yahvé (Éxodo 3, 14):
“Yo soy el que soy”.
Al contrario del dios del Antiguo Testamento, para muchos seres humanos es harto complicado expresar una idea coherente de sí mismos, explicar con claridad lo que permanece y lo que cambia en ellos. Podríamos ser tan solo un flujo, algunas veces consciente, de experiencias. En el budismo se emplea el término anatta -el no yo, en lengua pali- para designar la condición de que no hay nada a lo que podamos llamar yo o mío.
Sin embargo, nacer equivale a estar dotados de un cuerpo. No solo damos significado a la realidad, construyéndola, sino que la vivimos de manera encarnada, corpórea. El filósofo Baruch Spinoza postuló una naturaleza humana como un compuesto inseparable de alma y cuerpo, criticando así el dualismo de René Descartes. La mente existe en un cuerpo o no existe. Así, un dolor de muelas deja de lado toda pregunta no patológica acerca de la identidad personal. ¿Quién soy? Al que le duele…
La identidad personal se enraíza en el vínculo (John Bowlby) que establecemos con nuestros primeros cuidadores. Expresamos mejor los sentimientos en la lengua que aprendimos de niños. Llevamos encima un cartón plastificado con un número que nos identifica ante la sociedad como individuos únicos, pero que, a la vez, nos iguala con otros semejantes.
Somos el cuerpo de un ejemplar de mamífero, del orden de los primates. Somos, en parte, cómo nos perciben los otros significativos; una historia personal compuesta por sucesos compartidos, pero experimentados de manera única; una trama exclusiva de relaciones personales. Somos los roles que adoptamos, los afectos que sentimos, los planes que tramamos, las intenciones que nos guían, los mundos que soñamos…Somos la voluntad, que un día nos hace decir Sí o No.
Si te disfrazas en carnaval, recuerda, cuando te quites la máscara, debajo habrá otra. ¿Quién eres? Tienes y no tienes una identidad personal. Quizás a esto se refería el filósofo griego Heráclito de Éfeso, cuando dijo:
“En los mismos ríos entramos y no entramos, [pues] somos y no somos [los mismos]”.
Pero nunca estaremos seguros de qué quiso decir Heráclito. Por algo le decían El Oscuro.
Somos y no somos algo definido. Nuestra identidad personal está preñada de vacío.