A propósito del artículo Mindfulness o la privatización del bienestar, de la socióloga y escritora Mar Gómez Glez, publicado hoy en El País, me permito discutir algunos de sus planteamientos.
Quizás el principal cuestionamiento que se le puede hacer a la autora es que toma la parte por el todo. A partir de la afirmación de que mindfulness “nos exhorta a que no juzguemos nuestros pensamientos y, sobre todo, a que nos concentremos en el presente”, la escritora concluye que la práctica de la atención plena conduce a “la privación del pensamiento crítico y la anulación del pasado”.
No conozco la obra de ninguna persona relacionada con la investigación neurocientífica o con la práctica del budismo (las dos raíces de mindfulness), que proponga, “la privación del pensamiento crítico”.
Una cosa es que durante los veinte o treinta minutos que dure la práctica de la meditación se proponga prestar atención a los pensamientos, sin identificarse con ellos, para romper la identificación con ciertos esquemas o patrones mentales, que pueden resultar dañinos para la salud psicoemocional, y otra cosa muy distinta es que el practicante de mindfulness se vuelva idiota (en el sentido en que Aristóteles se valió del término para referirse a los que no se ocupan de los asuntos públicos).
Igual sucede con la referencia a concentrarnos en el presente. Nadie sugiere la “anulación del pasado”, como sugiere M.G.G., sino que durante la práctica se mantenga la atención en los sentidos para centrar la atención en el aquí y ahora.
Con la mente despejada, entonces, se puede revisar el pasado o hacer proyecciones hacia el futuro, pero desde la decisión voluntaria de hacerlo, y no arrastrados por una acción no consciente de la mente, que muchas veces experimentamos como fuera de control.
Sociedad, mindfulness y salud mental
Otro señalamiento injusto, a mi parecer, es sostener que desde mindfulness se niegue el impacto negativo que tiene la sociedad sobre la salud mental de las personas, y que el malestar emocional se reduzca a una “enfermedad del pensamiento”.
En el mismo libro de Jon Kabat-Zinn que cita la autora, La práctica de la atención plena, se dedica una parte de la obra (Sanando el cuerpo político) a tratar el impacto que los males de la sociedad provocan en la salud mental de los ciudadanos.
En ningún caso desde mindfulness se niega que la causa del sufrimiento pueda tener sus raíces en el contexto social. Uno de los impulsores de la atención plena en Occidente, el monje budista Thich Nhat Hanh es conocido, por ejemplo, por su participación en las movilizaciones a favor de la paz en Vietnam, lo cual le valió una nominación al Premio Nobel de la Paz.
En la actualidad, organizaciones como Breath Internacional promueven, a través de la práctica de mindfulness, la cultura de la paz en zonas con largos historiales de conflictos armados como Colombia o Sudán.
Si de algo no se puede acusar a mindfulness es de ser “la religión del individuo”, cuando uno de los principios fundamentales del budismo, donde tiene su origen la práctica de la atención plena, es la negación de la existencia de un yo separado y el énfasis en la conexión entre todos los elementos de la existencia.
Más que «privatizar el bienestar emocional», mindfulness es una apuesta por democratizarlo: nada más a mano de cualquier persona que aprender a prestar atención a la respiración, a los pensamientos y a la manifestación de las emociones en el cuerpo.
“No tenemos tiempo para pararnos”, escribe M.G.G. Lo paradójico es que mindfulness es, precisamente, una invitación a parar, a detenerse, a hacer una pausa que nos devuelva la conexión con nosotros mismos, para, desde allí, conectar con los demás.
Lectura recomendada
El corazón de las enseñanaza de Buda, de Thich Nhat Hanh
Vivir con plenitud las crisis, de Jon Kabat-Zinn